A las puertas del sueño-06

Parte seis
Capítulo Veintitrés – ¿No es hora de hablar, Muna? 23
Los tres se miraron, y en sus ojos se mezclaban la pena y el orgullo, mientras en el corazón latía un estremecimiento sutil, aquel que solo se siente cuando la nostalgia te despierta de un sueño antiguo.
Numan detuvo su relato cuando su voz estuvo a punto de traicionarlo, y murmuró en su interior, temiendo que Muna o su padre notaran el temblor de lágrimas que amenazaba con desbordarse de sus ojos. Se congeló unos instantes, luego se volvió hacia ella, diciendo con voz baja y cargada de deseo:
—¿No es hora de hablar, Muna?
Lo dijo intentando aliviar el peso del momento, pero sintió algo extraño que oprimía su corazón, como si las palabras se hubieran detenido en su garganta.
Muna respondió tras un momento de silencio, como tanteando las palabras en el aire, y comenzó a hablar de su madre, de los abuelos maternos y de cómo todos habían interactuado con ellos. Hablaba con amplitud, en un lenguaje lleno de amor profundo y respeto, y de recuerdos imborrables. Prosiguió diciendo:
—Mi madre… no era solo una madre. Era un mundo entero. Enseñaba árabe en la universidad, despertaba la poesía en los corazones de los estudiantes, hacía que la gramática cantara y la retórica colgara de las frases como racimos de jazmín en un balcón de Beirut.
Luego hizo una pausa, como si las palabras pesaran en su lengua, y añadió con un suspiro profundo:
—Pero en casa, era madre como debía ser… tierna, firme, cercana, profunda en pensamiento, miedo y amor.
Los ojos de Muna se llenaban de nostalgia; alzó la vista hacia el techo, luego volvió a encontrarse con los ojos de Numan, sonriendo débilmente, como despejando una bruma que se había acumulado tras sus párpados. Continuó su relato con un tono cargado de memorias dolorosas, pero reuniendo fuerzas, dijo:
—Me trataba como su proyecto más bello, no solo como niña, sino como amiga que escucha y enseña. Como una mujer que educa a otra mujer en la vida. No castigaba, sino que dialogaba. Siempre me decía: “La libertad, Muna, no se da… se entrena.”
Su relato tenía un encanto especial, y el silencio de Numan se quemaba entre sus palabras. La quietud se volvió más pesada, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas que aún no caían. No se rindió, y habló con voz firme, aunque temblorosa por la pérdida:
—Cuando murió… sentí que una parte de mi alma fue suavemente arrancada, como si me separaran de una luz que respiraba. Todo lo que soy hoy es una extensión de ella… en verdad, no soy más que una sombra cálida de su voz y una copia tenue de su gran corazón.
Numan no la interrumpió; escuchaba en absoluto silencio, como si su lengua se hubiera congelado ante la profundidad de su sufrimiento. Captaba cada palabra con cuidado, como si fuera un secreto escuchado por primera vez. En sus ojos había una solemnidad inédita, mientras su pecho se abría poco a poco al nuevo entendimiento: que ser humano puede ser un rastro de amor ausente.
Pensó para sí, reflexionando:
—Qué pocos son los que se crían con amor puro, y qué puros aquellos que llevan en su corazón el calor de los que se han ido.
Muna terminó su relato, y aún reinaba el silencio. Él no pudo expresar el efecto de sus palabras, pero sus ojos dijeron lo que su lengua no pudo.
Ella lo miró y, en voz aún más baja, dijo:
—Mi madre no solo fue madre. Fue mi espejo, mi guía, mi amiga, y… siempre me llevaba un paso adelante. Sabía lo que pensaba antes de que lo dijera. Y tras su partida… tuve que ser la madre. Pero… ¿para quién? Porque se llevó consigo a mi hermano pequeño, a quien tanto queríamos… como si no me hubiera dejado más que un trozo de tela vieja, que creí solo un recuerdo, pero luego entendí… que ella, incluso después de irse, insistía en enseñarme con él la fuerza.
Numan apoyó su barbilla en la mano y dijo con una voz semejante a un susurro del corazón:
—Es hermoso que una persona se críe con este tipo de amor… un amor que le da alas, y aunque la muerte rompa una de ellas, sigue volando con la otra.
Luego le preguntó tras un breve titubeo:
—Muna… ¿escribes?
Ella respondió sorprendida:
—¿Escribir?
Él sonrió:
—Me refiero… a este relato, tu forma de describir, de evocar la nostalgia, de traerla a la memoria… si registras esto, muchos se conmoverán.
Por primera vez, se dibujó en sus labios una sonrisa pura, sincera, no forzada ni ingenua, sino aquella que nace cuando alguien te hace sentir el valor de lo que llevas dentro y que antes no veías.
Ella dijo:
—Quizá… quizá comience por esto. Es lo primero sobre lo que debo escribir, más que cualquier otra cosa.
Numan se levantó con ligereza hacia una habitación lateral y regresó con un cuaderno pequeño, forrado en cuero oscuro, que le entregó diciendo:
—Empieza con esto, ahora.
Ella dudó un momento, luego lo tomó de su mano, sin decir palabra, pero sus ojos dijeron mucho… era un momento discreto, pero en el corazón de ambos era el inicio de algo nuevo… un sentimiento que aún no se había declarado, pero que acababa de nacer.
En la esquina opuesta, el señor Ahmed no pudo soportar tanta sinceridad y afecto… así que se retiró con calma, dejando que ellos repararan un poco de lo que el tiempo les había arruinado.
El señor Ahmed compartía con ellos cada tarde algo de sus preocupaciones científicas y profesionales, dejando que su semblante hablara del gran amor que había ocupado su vida, y Muna era el fruto más hermoso de ese amor.
Siempre tenía en su memoria una historia, contada con pocas palabras que resumían toda su vida… una historia que algún día les relataría cuando llegara su momento. Ahmed había nacido en uno de los callejones estrechos, donde las casas se tocaban como los secretos de la gente, y donde el sueño solo se revelaba en susurros. Era el menor de sus hermanos, y en sus ojos había una mirada extraña, diferente de las de sus pares.
En su infancia, no se le conocía por jugar mucho; más bien, se le veía a menudo bajo la luz de una lámpara, hojeando un libro usado, tocando sus páginas como si acariciara un sueño frágil.
Iba a la escuela con ropa gastada, pero cada día regresaba con palabras de elogio, que anotaba en su cuaderno más que las que se decían en clase. Su excelencia no era ruidosa, sino una perseverancia silenciosa, brillante como una llama en la oscuridad de la pobreza.
Y porque la vida no le extendía el camino de sus sueños cubierto de jazmín, Ahmed trabajó desde pequeño: repartía pan, copiaba documentos en la máquina de escribir de una pequeña oficina y ayudaba a un anciano ciego a ordenar su biblioteca a cambio de horas de lectura gratuita.
Entre el trabajo y los estudios, Ahmed se elevó como un farolillo en una noche rural oscura, hasta que al llegar a la secundaria, su nombre resonaba en las escuelas vecinas. Una beca, merecida por justicia, lo llevó a Francia, a sus universidades centenarias, y allí… se le abrieron puertas que nunca habría imaginado.
En una de las salas de las bibliotecas, lo conoció. Era Maya, hija de una familia rica, hermosa no por ostentación, sino con una belleza interna que recordaba la claridad. Se ocupaba de sus estudios como si reparara algo frágil en su propia alma. Él, el joven que venía de un barrio humilde, no tenía nada que pudiera impresionarla más que su talento, la sinceridad de sus palabras y la mirada de sus ojos, que decía lo que no podía decirse.
Se conocieron… y luego se enamoraron.
Y su amor no fue un capricho veraniego en París, sino una planta que creció entre los cuadernos de estudio, en los rincones silenciosos de la biblioteca, y sobre las aceras que los conocieron antes de que se conocieran a sí mismos.
Ella lo presentó a su padre, un hombre que solo confiaba en quien demostraba con hechos. Y Ahmed estaba a la altura de ello. Así que, cuando regresó a Beirut, se unió a la empresa constructora de su padre.
—Y qué ironía…—continuó Muna en su narración interior—, aquella misma empresa había sido la que le otorgó la beca para continuar sus estudios, sin que ninguno de los dos supiera que los hilos del destino se tejían silenciosamente desde aquel entonces.
Pero no tardó en transformar su presencia. Introdujo en ella todo lo que su espíritu había acumulado de conocimiento y entendimiento, y continuó los proyectos con un entusiasmo poco común, velando por los detalles como si construyera una casa para su madre.
Y en todo eso, no olvidaba a Maya; ella era la razón, la compañera y la luz que lo guiaba. Su amor por ella no eran palabras, sino actos tangibles: atención diaria, lealtad inquebrantable y una dedicación rara hacia su padre, que pronto llegó a verlo “…no solo como un joven cumplidor de los requisitos de una beca, sino como un futuro yerno en quien confiar, y luego como un hijo que sus manos no habían engendrado.”
Una tarde, en una escena que unía el “habla del amanecer” con Muna y su padre, el sol asomaba lentamente tras las colinas, y el cielo se iluminaba con colores que no tenían nombre. Muna se sentó en el balcón, contemplando el silencio de los árboles y el despertar del universo, mientras su padre permanecía de pie en el borde, sorbiendo su café con un silencio que conocía bien. No era un momento de silencio común… parecía que entre ellos había algo que quería ser dicho.
Muna habló con una voz que mezclaba algo de duda y curiosidad:
—Papá… ¡cuánto te quiero! Y te quiero aún más cuando me hablas de mamá.
Él se volvió hacia ella, miró sus ojos y sonrió… aquella sonrisa que no se ve en los labios sino que se siente en lo profundo del pecho.
—¡Ah, Muna! ¿Qué es lo que no sabes de ella? ¿O quieres saber algo específico, hija mía?
—Todo… pero específicamente: ¿cómo se conocieron? ¿Y por qué se amaron? ¿Qué la llevó a elegirte entre todo lo que tenía ante sus ojos?
Él rió suavemente, luego se sentó frente a ella, colocó su taza sobre la pequeña mesa de madera y dijo:
—Ella no me eligió entre todos… y yo tampoco la elegí. Lo que nos unió fue lo que eligió por nosotros. Había algo en ello que yo mismo trataba de entender, pero ella era más rápida para comprenderlo, interpretarlo, explicarlo y ponerlo en práctica. Tal vez fue mi talento, tal vez mi sinceridad, o tal vez… porque era pobre. Pero mi pobreza nunca pudo vencerme, ni un solo día pudo quebrarme.
Guardó silencio un momento, y sus ojos se perdieron en la distancia, como si hablara con una sombra de un pasado todavía cálido en su corazón.
—La conocí en la biblioteca de la universidad en París. Estaba entre los estantes de los libros, buscando algo o algún título que conectara la ingeniería con la filosofía, cuando escuché su voz preguntando por un libro que uniera la literatura árabe con la filosofía. Nos reímos juntos, porque ella supo que yo estudiaba ingeniería, y yo supe que ella estudiaba lengua árabe… pero ambos buscábamos una profundidad lejana en nuestros estudios. Nos conocimos mejor cuando nos unió la lengua de nuestra patria y las heridas de la lejanía, que creaban entre nosotros otro idioma. Era hija de una casa grande, rica, pero en su interior llevaba la pureza y la sencillez que no conoce la ostentación ni se deja engañar por ella.
—¿Y te encontraste amándola de inmediato? —preguntó Muna inclinando la cabeza.
—No. No fue amor a primera vista… fue amor desde el primer respeto. La primera admiración por la atención, la calma, la pasión de cada uno por el estudio.
Tras un breve silencio, Muna continuó:
—¿Y ella? ¿Cómo te amó? ¿No sabía que eras pobre?
Sus rasgos retrocedieron unos instantes, mientras se acumulaban en él los recuerdos del tiempo pasado, antes de responder con voz tranquila, como si bajo su dominio mezclara ternura y cautela:
—Ella lo sabía. Y descubrió que me amaba sin que ninguno de los dos lo declarara al otro. Me dijo una vez: “Eres rico, pero a tu manera”.
Su voz reunía el fulgor de un amor profundo mientras continuaba:
—Mi riqueza era mi talento, mis palabras y mi corazón. Y mi destino… y eso fue todo.
Calló por un instante, y sus ojos vagaban por la lejana memoria, como si saboreara momentos llenos de maravilla, antes de hablar en un tono más bajo:
—Muna… mamá era mi sueño, y yo era su sueño. Y nuestros sueños se encontraron contigo, y el día de tu llegada a este mundo, llegó el verdadero día que dio fruto a nuestro amor, y que es la única verdad que unió estos dos sueños.
Muna sonrió, con los ojos iluminados por un tenue resplandor, y extendió su mano hacia la de su padre, tomándola.
—Y yo estoy orgullosa de los dos. Y deseo, si algún día llego a amar, que mi amor se parezca al de ustedes.
El rostro de Ahmad se iluminó con una sonrisa de felicidad, y puso su mano sobre su cabeza con ternura:
—Y si llega a suceder, serás más sabia que todos nosotros, porque eres nuestra hija, y la hija de un amor que nunca temimos, sino en el que creímos hasta el final.
Muna permaneció en silencio unos instantes, y en aquel ambiente tranquilo, sumergido en la luz del recuerdo, estallaron en su corazón la esperanza y el orgullo del amor.
Capítulo Veinticuatro – Al Margen de la Lectura 24
En una tranquila tarde de otoño, donde el viento acariciaba las hojas amarillentas de los árboles, Numan y Muna se sentaron frente a la mesa de madera en un rincón de la pequeña biblioteca. Las luces eran tenues, como si la propia noche tejiera su silencio con cuidado. Ante ellos estaban las hojas de notas abiertas, y entre sus manos, tazas de café oscuro que reflejaban un ánimo contemplativo, como si cada sorbo aclarara la mente y reordenara los pensamientos.
Cada uno sostenía un cuaderno donde había plasmado su visión personal sobre una obra narrativa que les había impresionado: “Anna Karénina” de Tolstói. Numan recorrió con cautela las páginas y comenzó, pasando lentamente cada hoja:
—He titulado mis notas así: “Anna Karénina”, de León Tolstói, publicado en 1877, clasificación: drama social – análisis psicológico dentro de una sociedad aristocrática rusa.
Se detuvo un instante, y luego continuó con voz firme, que inspiraba interés:
—La novela se desarrolla en un espacio cargado de tradiciones y hipocresía, y se centra en la historia de una mujer casada llamada Anna, quien se enamora de un apuesto oficial llamado Vronsky, emprendiendo un camino lleno de deshonra y aislamiento… hasta su trágico final bajo las ruedas del tren.
Muna lo interrumpió con un tono cálido, como si sus palabras abrieran un nuevo horizonte en la conversación:
—Pero no es solo la historia de Anna, sino la de corazones entrelazados… Añadí una nota sobre una línea paralela igual de importante: Levin y Kitty. Levin, esa figura que permanece como una sombra reflexiva detrás de cada escena, un hombre que busca sentido en medio del ruido, y encuentra en Kitty una compañera que lo guía hacia la calma del campo y la fe.
Numan asintió con la cabeza, y continuó concentrado, dirigiendo su mirada a sus páginas:
—En mi lectura, sentí que Tolstói no escribió sobre la traición, sino sobre la tragedia de un alma que no encuentra su lugar. Anna no es una traidora, sino un ser desgarrado entre el deber y la pasión, entre ser madre y esposa, o vivir como una mujer que ama.
Muna se puso de pie, tomó su hoja y comenzó a leer con profunda contemplación, como si las palabras escaparan de sus labios cargadas de emociones complejas:
—Anna es una mujer inteligente, cautivadora en presencia, y la fría vida que su matrimonio con Karenin le impuso no le hacía justicia. Persiguió el sueño del amor, pero pagó el precio: rechazo, celos y un colapso psicológico gradual… hasta caer bajo el tren, como quien no encuentra salida entre los rieles.
Numan levantó un dedo señalando otra página de su cuaderno, y agregó con tono reflexivo:
—Y añadí un análisis sobre Vronsky… un caballero de la alta sociedad que creyó que el amor era un paseo romántico, y luego se encontró desconcertado cuando se volvió responsable de la vida de una mujer rechazada por él. No era malvado, sino frágil, perdido entre el deseo y la sociedad, y fracasó, y con él fracasó Anna.
Todos guardaron silencio por unos momentos; el lugar parecía flotar sobre el eco de sus palabras, como si la historia se contara ante ellos por primera vez. Muna meditaba las palabras de Numan, mientras su padre, que escuchaba con atención, cerraba los ojos un instante, como si la belleza residiera más en comprender el significado que en simplemente enunciarlo.
Después de un tiempo de silencio, Muna preguntó:
—Papá, ¿crees que Anna podría haber encontrado otro camino? ¿Podría haber vivido su vida fuera de este conflicto?
Respondió su padre, como si pesara cuidadosamente cada palabra, esbozando una sonrisa mezclada con profunda reflexión:
—Quizá… pero su conflicto era puramente humano… entre el miedo a lo desconocido y la valentía de cambiar. Podría haber elegido un camino que la enfrentara a su destino por sí misma, pero la verdad es que buscaba algo más profundo y solo encontró la brecha entre sus aspiraciones y su realidad.
Todos guardaron silencio, y cuando el café estaba por terminarse, sus ojos reflejaban una comprensión profunda, como si cada palabra hubiera iluminado un rincón oculto de sus almas, aumentando su percepción sobre la historia oculta tras las líneas.
Muna sonrió y señaló con su lápiz, diciendo:
—En cuanto a su esposo, Karenin, era el mismo frío… no ama, no odia, mide las cosas con la mirada de la sociedad y no con el corazón. No pudo contener a Anna, y no la salvó cuando pudo, pero tampoco la destruyó a propósito.
Luego añadieron juntos, mientras miraban un resumen compartido:
Personaje Rasgos esenciales Rol en la tragedia
Anna Apasionada, inteligente, angustiada La heroína trágica en busca del amor
Vronsky Apuesto, apasionado, indeciso Amante confuso, víctima de la superficialidad social
Karenin Conservador, racional, frío Símbolo de la autoridad y las tradiciones sociales
Después Muna susurró, como si retomara un matiz oculto de la novela:
—Levin era otra cosa… más cercano al propio Tolstói. Un hombre que se pregunta: “¿Por qué vivimos?”, y descubre la respuesta en trabajar la tierra, en un amor modesto, y en una fe que no necesita sermones ni iglesias.
Ambos guardaron silencio un momento, contemplando juntos el mapa de símbolos que habían creado:
🚂 Tren: símbolo del destino, de la modernidad implacable y de la pasión que aplasta todo.
🌿 Campo versus ciudad: la ciudad, lugar de falsedad y ruido; el campo, un espacio de paz y sinceridad.
♻️ Dualidades opuestas:
Dualidad Significado
Anna × Kitty Amor destructivo × Amor equilibrado
Vronsky × Levin Amante incapaz × Buscador sabio
Ciudad × Campo Fragmentación × Armonía
Suicidio × Fe Pérdida de sentido × Descubrimiento espiritual
Numan respondió con una sonrisa reflexiva:
—Y al borde de esa pregunta, comienza toda novela… y quizá comienza la vida.
En un rincón apartado de la cafetería, donde un viejo nogal extendía su sombra como si los acogiera, se sentaron frente a frente. Entre ellos, dos tazas de café que aún conservaban el calor, y un silencio amable que permitía que las preguntas nacieran sin obstáculos.
Muna lo miró con ojos a medio regañar y a medio bromear, y preguntó, con una voz ligera como pluma tocando la superficie del agua:
—¿Y has leído quién fue Tolstói?
Numan captó de inmediato el matiz juguetón de su prueba y el destello travieso que, lejos de ocultar admiración, lo abría como una ventana al viento. Sonrió, sorbió un pequeño trago de su café, como evocando un espectro lejano, y dijo con voz tranquila, como si quitara el velo de un escenario querido:
—León Tolstói, o mejor dicho, Lev Nikoláievich Tolstói, no fue solo un gran escritor ruso… es un soplo de toda la literatura humana. Es como un hombre destinado a vivir más de una vida en una sola.
Se recostó en la silla, pareciendo hablarle a ella y a sí mismo al mismo tiempo, y continuó con un tono que mezclaba entusiasmo y serenidad:
—Nació en 1828 y murió en 1910. Fue novelista, filósofo y reformador social. Se rebeló contra su clase aristocrática, descendió a la tierra buscando la simplicidad y el sentido en el trabajo manual, en el polvo, en el sudor, no en los cuellos blancos. Y en sus últimos días, dejó su fortuna y su fama literaria, salió de su casa en secreto y murió en una estación de tren remota… como si quisiera abandonar la vida sin títulos, sin ruido, solo cerca de la tierra.
Muna sintió un ligero escalofrío recorrer su brazo, no por el frío, sino por el peso del relato. Susurró, buscando aclarar:
—¿Y era feliz, al dejar todo eso?
Él respondió sin titubear, con un tono un poco más bajo:
—No lo sé… pero parecía querer morir en paz, no en triunfo.
Tomó un respiro suave, moviendo los dedos sobre la mesa de madera como si excavara en un cajón antiguo de recuerdos, y continuó:
—¿Sus obras más famosas? Guerra y Paz, esa epopeya que describe Rusia en tiempos de Napoleón, y Anna Karénina, la novela que me hizo odiar un poco al tren, y al renacimiento, porque él quería renacer él mismo, no solo sus personajes. También escribió cuentos cortos como La muerte de Iván Ilich, Cuánto vive el hombre, y El diablo…
Muna lo interrumpió, su curiosidad brotando como un niño persiguiendo una mariposa:
—¿Y cuál te gustó más? ¿Qué obra se quedó contigo?
Numan sonrió con calma y la miró como si confesara algo:
—Quizá La muerte de Iván Ilich… porque nos enseña a morir con sinceridad, no con negación.
Luego la observó detenidamente, con unos ojos que hablaban sin palabras, y dijo:
—Pero lo más importante es que, al final de su vida, creyó en algo que llamó cristianismo moral simple… una invitación a la austeridad, a la no violencia, al trabajo manual y a resistir el mal con el bien. Su pensamiento influyó en Gandhi, y luego en Martin Luther King. Escribió literatura, luego vivió su mensaje, y murió como vivió: al margen, no en el palacio.
Inclinó un poco la cabeza hacia ella, y sus rasgos se suavizaron con una dosis de humor, cerrando con una pregunta:
—¿Crees que he leído lo suficiente, querida? ¿O estabas poniéndome a prueba?
Muna rió, y su risa fue como la primera lluvia en una estación seca: ligera, transparente, sincera. Luego lo miró, con ojos brillantes de asombro satisfecho, y dijo:
—No, Numan… tú me leíste a mí, antes de leerme a mí.
Capítulo Veinticinco – Conversaciones que no envejecen 25
Muna dijo, jugando con una pequeña cucharita entre sus dedos, como si estuviera hurgando en su memoria:
—Bien… entonces, ¿podrías recordarme a los escritores rusos más importantes a nivel mundial?
Numan sonrió ante su pregunta, como si fuera un llamado antiguo que conociera bien. La miró a los ojos y dijo, como si recorriera un salón majestuoso lleno de grandes figuras:
—Con mucho gusto… es un mundo que nunca cansa visitar.
Apoyó su rostro en la palma de su mano, y ella lo escuchó con toda su atención mientras continuaba:
—Fiódor Dostoievski (1821–1881), el filósofo del alma torturada, maestro de las grandes preguntas. Escribió Crimen y castigo, Los hermanos Karamázov, El idiota. Nadie, creo, ha profundizado en lo más hondo del ser humano como él.
—León Tolstói (1828–1910), filósofo y novelista, quien sembró pensamiento y ética en la literatura. Desde Guerra y Paz hasta Ana Karénina, pasando por La muerte de Iván Ilich, su espíritu oscilaba entre la fe y la rebeldía, entre la austeridad y la contemplación.
—Antón Chéjov (1860–1904), el médico que sanaba con palabras heridas silenciosas. Escribió El jardín de los cerezos, La gaviota y cientos de relatos cortos. Con su profunda sencillez nos planteó preguntas sin pretender dar respuestas.
—Nikolái Gógol (1809–1852), el padre de la sátira negra. Imagina que escribió sobre una nariz que huye del rostro de su dueño y un abrigo que cambia destinos. Desde Almas muertas hasta el absurdo de la vida, mezcló fantasía y dolor.
—Iván Turguénev (1818–1883), el romántico melancólico, el más abierto al Occidente. En Padres e hijos, registró el conflicto generacional como nadie. Fue poeta incluso cuando escribía prosa.
—Alexander Pushkin (1799–1837), fundador de la literatura rusa moderna, poeta, dramaturgo y prosista. Su influencia precede a su tiempo; basta leer Eugene Onegin para entender que dio a los rusos su lengua literaria viva.
—Aleksandr Solzhenitsyn (1918–2008), la voz valiente en tiempos de miedo. Escribió Un día en la vida de Iván Denisovich y denunció con audacia los horrores de los campos soviéticos en Archipiélago Gulag. Por ello recibió el Nobel de Literatura.
Numan levantó un poco las cejas y añadió, como quien resume un siglo entero en una línea:
—Estos autores no escribieron solo para entretener, sino para preguntar: ¿por qué vivimos? ¿Para quién? ¿Y cómo amamos cargados de este mundo?
Muna sonrió suavemente y dijo:
—¿Sabes? Tal vez eso es lo que hace que su literatura perdure… porque nos interroga, no nos da respuestas.
En un atardecer que no era excepcional en Damasco, pero en el que ciertos detalles –aunque similares– esconden lo no dicho y escriben lo no escrito, Numan regresó del instituto donde estudiaba dibujo técnico y arquitectura, con pasos pesados, como si hubiera colgado el peso del día en los tacones de sus zapatos. El aroma del papel y la tinta aún flotaba en sus manos, y la voz del profesor de ingeniería resonaba en su mente, repitiendo instrucciones interminables y tareas que devoraban el tiempo como leña en el hogar de invierno.
Se sentó en la sala, la casa sumida en un silencio suave, roto solo por la luz amarilla tenue de una lámpara antigua en la esquina, proyectando sombras que recordaban memorias.
Se recostó en el sofá y tomó la novela que había dejado sobre la mesa por la mañana: Ana Karénina. Abrió la página donde se había detenido y comenzó a recorrer las frases con la mirada, no con la mente, como si leyera imágenes colgadas en la pared de la memoria, no líneas sobre papel.
En ese instante, Muna apareció en el marco de la cocina, secándose las manos con el borde del delantal. Se detuvo al ver sus ojos sumergidos en las páginas, no dijo nada, solo se acercó y se sentó cerca, como esperando a que terminara una frase… o un suspiro.
Susurró, con voz más cercana a un aliento, no dirigida a él sino a la novela entre sus manos:
—Numan… ¿me habrías evitado si yo hubiera sido como Ana Karénina?
Numan levantó lentamente la vista de ella, como regresando de un mundo lejano cuyas sombras aún lo rodeaban, y dijo, con voz que llevaba restos de tinta y visión:
—La abandonaron quienes la rodeaban, Muna… solo que ella no encontró a nadie que abrazara su miedo.
Se acercó más, y miró la cubierta de la novela entre sus manos, como si intentara aferrarse al hilo de aquella mujer de papel:
—Pero… ella escapó… de su hijo, de su marido, de todo. ¿No crees que fue egoísta?
Numan respiró despacio, como quien reorganiza sus pensamientos entre sus costillas, y luego dijo:
—Tal vez… pero a veces el dolor hace que el egoísmo parezca salvación. Ella buscaba un calor que nunca conoció, una mirada que la viera, una voz que la hablara sin juzgarla.
Muna bajó la cabeza, y su susurro se mezcló con el latido de su corazón, como si preguntara al mundo y no a Numan:
—¿Y nosotras, las mujeres, no somos vistas… a menos que nos rebelamos?
En ese momento, su padre apareció en el pasillo con un silencio leve, llevando en la mano una taza de té. Se detuvo en la puerta, observando lo que sucedía sin interrumpir. Sus ojos sabían perfectamente que la conversación no era solo sobre una novela, sino sobre algo más profundo.
Numan la miró fijamente, puso la novela a un lado y dijo con calma y sinceridad:
—No… creo que algunas sociedades dominan el arte de cerrar los ojos ante vosotras, hasta que gritáis… y solo entonces os ven como amenaza, no como seres que desean ser amados.
El padre de Muna asintió con una ligera exhalación, luego se sentó frente a ellos en silencio. La miró, notando un pequeño temblor en su voz:
—¿Temes por su destino?
Muna respondió con un hilo de dolor en su voz:
—Sí, lo temo… no porque terminara bajo el tren, sino porque no encontró a nadie que le tomara la mano antes de saltar.
Numan habló con tono cálido, acariciando su corazón:
—Si fueras Ana, yo sería Levin… aquel que permanece, no el exhausto Fronski del amor y la impotencia.
Muna sonrió, pero en su sonrisa quedó una sombra de pesadumbre, como si leyera el final de un libro y lo temiera. Luego dijo:
—Entonces… léeme como lees estas páginas, pero… no dejes mi final abierto.
Numan extendió la mano hacia la suya, en un largo silencio, y dijo con voz semejante a la lluvia sobre el vidrio:
—El amor no se escribe con un final… somos nosotros quienes ponemos el punto, o lo dejamos suspendido.
Los tres intercambiaron miradas silenciosas, pero aquel silencio no era vacío. Era un instante lleno de lo que no se dice, como si la siguiente frase se escribiera no con tinta ni papel… sino con la mirada, el aliento y un corazón que sabe que la vida, como las grandes novelas, no termina al cerrar la página.
Capítulo Veintiséis – Cuando la noche se aquieta 26
Mientras las suaves brisas se deslizaban por la ventana de la habitación, y la luz de la luna se tornaba pálida y melancólica entre nubes dispersas, y se cernían preguntas desconcertantes sobre la claridad de ciertos detalles, Numan se retiraba con calma a su habitación, tras despedirse de Muna con una ligera sonrisa.
Cerró la puerta tras de sí, respiró hondo, como si vertiera algo de paz en su propio ser. Se sentó al borde de la cama, dejando caer su cuerpo fatigado, intentando vaciar su mente de aquellos pensamientos que giraban sin cesar a su alrededor, como un torbellino interminable.
Numan en silencio:
—¿Acaso sus palabras significaban algo más?
Luego sonrió fugazmente:
—Por supuesto… es Muna, nunca me deja sin sembrar en mí un torrente de preguntas, y como si su conversación abriera un horizonte nuevo para mirar todo con otros ojos.
Cerró los ojos por un momento y recordó su diálogo sobre los escritores rusos. Aquellos nombres caían como gotas de lluvia en su mente, y él las recogía una a una, continuando su inmersión en lo profundo de sus obras. Rememoró las palabras de Tolstói sobre el bien y el mal, su pasión por comprender el alma humana. Entonces se preguntó en silencio:
—¿Acaso todos ellos buscaban la misma respuesta que yo busco? ¿Todos intentamos descifrar el enigma de la vida con el sabor de la literatura?
Recordó las palabras de Muna, cuando le preguntaba sobre los escritores rusos. Su propia voz ahora le respondía, fluyendo con alivio por su lengua:
—Los escritores rusos no escribieron solo para entretener, sino para plantear preguntas sobre la existencia, preguntas que nos conciernen a todos… Nosotros somos quienes los leemos, y quienes continuamos la búsqueda.
Pero… ¿su voz expresaba plena convicción? ¿O reflejaba una imagen idealizada de sí mismos, de sus personalidades literarias que en su mirada se volvieron más que simples nombres?
Al recostarse en la cama, la luz tenue de la lámpara a su lado dibujaba sombras danzantes sobre la pared, formando figuras extrañas que parecían deambular en pensamientos aún no escritos. Cubrió lentamente su cuerpo con la manta, sintiendo un atisbo de tranquilidad que se infiltraba en su corazón, aunque otros pensamientos pronto regresaban.
Numan en silencio:
—¿Seguiré siempre en esta búsqueda interminable?
Suspiró, y continuó pensando:
—¿He llegado a una etapa en la que el sueño es más que mero ambición? Es una necesidad urgente, la necesidad de ser más que un joven corriendo tras la vida… Quiero comprender. Quiero ser… algo más, algo mejor.
En ese instante, Numan dirigió su mirada hacia el techo de la habitación, donde colgaba un cuadro que representaba el atardecer sobre la pared, como si recreara los hitos de un largo viaje que él había recorrido. Se preguntó en silencio:
—¿Es esto lo que queda después de que la vida transcurre? ¿Preguntas sin fin, y ninguna respuesta clara?
Sin embargo, eso no le impidió finalmente rendirse al sueño, mientras el horizonte se desvanecía lentamente en su mente, dejando que las luces pálidas sobre las paredes le ofrecieran un asombro sereno.
Mientras tanto, en la habitación de Muna, ella apagaba la luz tenue junto a su cama y se recostaba sobre la almohada tras un largo día. Sus pensamientos se movían entre lo que Numan había dicho y los susurros profundos que reflejaban sus propios sentimientos hacia su conversación.
Recordó los matices de sus expresiones cuando mencionaba los nombres de los escritores rusos, aquellos que habían resonado en su memoria más de una vez. Pero lo que más le fascinaba era el brillo en sus ojos cuando hablaba de sus filosofías.
Muna en silencio:
—¿Es posible que este joven tenga todas estas ideas guardadas en su memoria?
Luego sonrió con timidez:
—Quizá he subestimado su grandeza… Es más que un simple joven ambicioso… Es un ser lleno de sueños, rebosante de pensamientos inusuales.
Recordó su risa cuando ella dijo:
—Los escritores rusos no escribieron solo para entretener…
Y su voz resonaba en su oído, repitiendo las mismas palabras, como si vibraran dentro de su cabeza. Sentía que su conversación sobre ellos era una especie de escape hacia un mundo más amplio, un mundo lejano de las rutinas diarias, pero al mismo tiempo, hablaba como si también se refiriera a sí mismo.
Muna en silencio:
—¿Realmente busca encontrarse a sí mismo en la literatura, como dice? ¿O intenta hallar una justificación para poder vivir?
Sonrió, y cerró los ojos:
—Quizá… quizá la respuesta a todo esté en esas letras, en esos libros…
Y finalmente, se permitió entregarse al descanso que tanto había esperado.
Así, la noche se deslizaba silenciosa, cada uno sumido en sus pensamientos, buscando su propia identidad en el sueño, explorando nuevas vías para salir del torbellino de la vida, esperando un amanecer que quizá traiga la respuesta.
En su habitación, Numan cerró los ojos y se entregó al sueño, pero no cayó en un silencio total; ante él se desplegaba una escena extraña, como si estuviera en un balcón elevado que miraba sobre una ciudad cubierta de niebla. Todo a su alrededor era gris, y la gente caminaba en círculos que se cruzaban, sin mirar a nadie.
En su mano sostenía un libro abierto, pero las letras fluían como agua, desaparecían, regresaban y se dispersaban nuevamente. Intentó leer, comprender, aferrarse a una sola frase, pero las páginas se volteaban por sí mismas, con una velocidad que confundía la vista, como si el tiempo se rebelara contra la comprensión.
De repente, apareció Muna entre la multitud, con una bufanda roja, mirándolo desde lejos, sin acercarse. Quiso llamarla, pero su voz lo traicionó; quiso correr hacia ella, pero sus pies se hundieron en la tierra, como si estuvieran arraigados por el miedo.
Y mientras él luchaba, escuchó una voz suave que venía desde detrás:
—No todo el que lee, comprende… y no todo el que comprende, sobrevive…
Se volteó, pero no vio a nadie; sólo vio un gran espejo donde estaba la voz, y en él su reflejo se fragmentaba en varios rostros, algunos parecidos a él, otros no.
Extendió la mano hacia el espejo, y este se resquebrajó, cayendo con él en un abismo insondable, donde resonaba una vez más aquella frase antigua:
—¿Buscas la vida? ¿O huyes de ella?
En otra habitación, el silencio había abrazado a Muna. Cerró los ojos tras un día pesado, pero el sueño le abrió otra puerta. Se vio caminando por un largo pasillo flanqueado por libros, flotando en el aire, girando a su alrededor como planetas en sus órbitas.
Cada libro se abría por sí solo, y de ellos emergían imágenes luminosas: Tolstói caminando solo por un campo mojado de silencio; Dostoievski conversando con un carcelero en una celda estrecha; y Chéjov sonriendo a un niño enfermo con una sonrisa teñida de melancolía.
Al final del pasillo, vio a Numan sentado bajo un árbol enorme, escribiendo algo en un pequeño cuaderno. Su rostro parecía sereno, y sus ojos brillaban como quien ha encontrado lo que buscaba. Se acercó a él y estuvo a punto de preguntarle qué escribía, pero él levantó los ojos hacia ella y dijo con voz baja, suave:
—Las preguntas no se responden solo con palabras… a veces necesitamos vivirlas.
Luego desapareció, como si nunca hubiera estado allí, dejando el cuaderno abierto sobre la hierba, con una línea escrita en una caligrafía que se parecía a la suya:
—Quizá escribimos para iluminar el camino de los demás, no para conocerlo completamente…
Así, la noche se retiró suavemente sobre sus cuerpos cansados, mientras sus almas viajaban en el espacio del sueño, donde no hay límites entre el sentido y la imaginación, ni separación entre la literatura y la confesión.
Cada uno se sumergía en sus propias meditaciones, en símbolos que danzaban entre letras y sombras, buscando su identidad en el espejo del otro, esperando un amanecer que quizá algún día traiga la respuesta.
Entre la noche y el alba, en aquel instante frágil en que la conciencia oscila entre el sueño y la vigilia, Numan y Muna compartieron un mismo sueño, como si sus almas se hubieran unido en un espacio que no se parece a este mundo, sin tiempo ni lugar, solo la presencia pura de dos sombras caminando lado a lado.
Se vieron en un jardín extraño, con árboles de troncos secos y ramas altas, cuyas hojas colgaban como secretos aún no revelados. El aire era tan puro que confundía los sentidos, y la luz tenue, como la luz de una oración al amanecer.
Caminaban en silencio, sin necesidad de hablar, pues cada pensamiento en la mente de uno latía en el corazón del otro.
Muna dijo mientras pasaban bajo un arco de jazmines:
—Es como si hubiéramos venido a este lugar antes…
Y Numan respondió sin volverse:
—Porque es el sueño que hemos estado tejiendo desde que nos encontramos…
Se sentaron sobre una roca blanca que se asomaba a un río tranquilo, cuyas aguas parecían desbordarse de los libros abiertos, cada uno con un título familiar, y cada página narrando una parte de su propia historia.
Cuando Muna extendió la mano hacia uno de los libros, encontró líneas escritas con la caligrafía de Numan, que decían:
—”Buscaba mi propio ser, y lo encontré entre las líneas de tus ojos…”
Ella sonrió, como si supiera exactamente lo que él diría, y respondió con una voz que parecía una brisa:
—”Y yo corría tras el sueño, que se volvió hacia mí y adoptó tu forma…”
De repente, la escena cambió, y se encontraron a ambos en un tren que los llevaba por caminos envueltos en niebla, donde los pasajeros apenas distinguían los rasgos del otro. Se sentaron frente a frente, pero el vidrio reflectante detrás de Numan mostraba una sola imagen de ambos, como si fueran dos caras de un mismo espejo, o dos poemas recitados por un idioma que no se dice, sino que se siente.
Numan le preguntó, al borde de este delicado sueño:
—¿Crees que el sueño une los cuerpos como une las almas?
Ella le respondió sin titubear:
—Quizá no… quizá el sueño no quiere que los cuerpos se toquen, sino que se eleven, que se encuentren en un punto más profundo que el abrazo…
En un instante fugaz, el cielo se tornó del color del amanecer, y la luz comenzó a filtrarse suavemente, borrando las sombras del sueño y disolviendo los rasgos de la escena como las letras se disuelven en el río del olvido.
Numan abrió los ojos lentamente; la habitación se iluminaba poco a poco. Lo primero que pensó fue en registrar lo que había visto, pero sonrió y se contentó con respirar profundamente.
Al mismo tiempo, Muna abrió los ojos también, mirando fijamente el techo, y puso la mano sobre su pecho, como si buscara confirmar que el sueño aún estaba vivo, latiendo allí.
Cada uno se preguntó en silencio:
—¿Fue eso un sueño? ¿O acaso nuestras almas se encontraron realmente en otro lugar?
No hubo respuesta.
Pero algo cálido recorría sus corazones, como una certeza suave que les decía:
—Lo que el sueño ha unido, la duda no puede separar…
Así recibieron el amanecer, ni totalmente dormidos ni completamente despiertos, sino en ese estado intermedio donde nace un amor que no exige posesión, sino que se conforma con ser una presencia luminosa, un sueño repetido en la forma de dos corazones en armonía.
Cuando el primer rayo de sol se coló por las ventanas de la casa alargada, el aroma del café se difundió por la pequeña cocina, trayendo consigo la promesa de un encuentro que no se parecía a ninguno anterior.
Numan se sentó en la mesa de madera, con una taza delante, cuyo vapor ascendía como si escribiera en la página del aire lo que aún no se había dicho.
Muna entró con pasos suaves, los ojos cargados de un sueño ligero, pero con un brillo inusual que irradiaba en ellos, como si la noche no hubiera sido una noche común. Se sentó frente a él sin hablar, limitándose a una sonrisa tímida que se parecía al comienzo de un poema, esperando a que alguien lo continuara.
Numan, con los ojos aún fijos en la luz de la mañana que caía sobre el borde de su taza, dijo:
—Te vi a mi lado… en un sueño que no se parece a los sueños pasajeros. Estábamos en un lugar extraño, nos parecíamos y a la vez no… como si viviéramos fuera del tiempo.
Muna inhaló suavemente y puso la mano sobre su pecho, como si sus palabras hubieran tocado algo profundo dentro de ella.
—¿Un jardín? ¿Y árboles que se inclinan como si escondieran algo? ¿Y un río que desborda de libros? —preguntó, mirando sus ojos con asombro profundo.
Numan sonrió, y con un dejo de asombro respondió:
—Sí… sí, exactamente. Y yo estaba escribiéndote algo en un libro abierto, ¡y tú… lo leíste!
Muna bajó la mirada por un instante, luego la levantó hacia él; sus ojos brillaban con algo indescriptible, y dijo en un susurro que parecía revelar un secreto:
—Yo también lo vi, Numan… cada detalle. Yo estaba allí, y tú me decías: el sueño no quiere que los cuerpos se toquen, sino que se eleven…
Se instaló un largo silencio entre ellos, un silencio que no pesaba sobre el momento, sino que lo hacía más claro, como si el tiempo se detuviera para escuchar lo que no se decía.
Luego, Muna susurró, girando la taza de café entre sus manos:
—¿Pueden dos almas encontrarse en un sueño de la misma manera, sin cita previa? ¿Puede el sueño ser un mensaje que viaja en secreto entre dos corazones?
Numan le respondió, con los ojos brillando de una profunda contemplación:
—Quizá lo que vimos sea lo más cercano a la verdad, porque nace de nosotros, no del exterior. Y quizá necesitamos del sueño para expresar lo que tememos susurrar en la vigilia…
Se inclinó un poco hacia ella, con voz baja, que no alcanzaba a nadie más:
—En el sueño buscaba mi ser… y te encontré a ti.
Muna bajó la mirada, temblando los labios, como si temiera que al hablar se rompiera la magia de lo que sentía.
Finalmente dijo, con una sinceridad delicada:
—Y yo… corría tras la esperanza, y te encontré esperándome.
El café se enfriaba lentamente, pero la calidez de su presencia mutua ardía, sin necesidad de su padre esta vez, ni de otra presencia esa mañana, salvo del sueño que se extendía sobre la mesa entre ellos, protegido por la luz y confirmado por el silencio del lugar.
Así se sentaron, compartiendo el sueño como si relataran una memoria compartida, una conversación que no necesitaba explicación ni justificación, solo palabras que se entrelazaban como las ramas de jazmín, sin pensar, porque habían sido hechas para armonizar.
En esa mañana, el café no era solo una bebida, sino un rito secreto que unía a Muna y Numan, en un instante fuera de todo lo que conocían, un momento que los ojos no habían presenciado antes, pero que los corazones sí reconocieron.
El silencio continuó por unos momentos más, pero cada palabra se disolvía en el aire como si tocara algo misterioso en sus almas, llevada por la brisa ligera que entraba por las ventanas abiertas. Muna contemplaba su taza, como si el líquido negro guardara nuevos secretos para ella. Por un instante se liberó de sus pensamientos y levantó la mirada hacia Numan, como si hubiera comprendido algo que nunca antes había percibido.
—¿Sabes, Numan… lo que vi en tu sueño, lo que sentí en esos momentos, como si encarnara lo que hemos estado buscando todo este tiempo? Como si todo fuera claro, pero escondido en los pliegues del alma —dijo Muna.
Numan sonrió con ternura, tomó su taza y miró el líquido que bailaba lentamente dentro de ella, como si expresara pensamientos dispersos, y dijo:
—Eso es la belleza del sueño, Muna… no te da una respuesta directa, sino que se parece a hilos entrelazados con los que intentas comprender la imagen completa.
Tras unos momentos de silencio cargado de peso, Numan añadió:
—No creo que podamos captar todo de golpe… tal vez porque solo el sueño puede conectar el presente con el futuro.
Muna lo miró profundamente, como si buscara un secreto oculto en el significado de sus palabras. Recordó cómo estaba sentada en otro lugar, lejos de este momento, escuchándolo como si contara una historia extraña que había vivido en su vida, pero que había olvidado.
—¿Crees que estamos viviendo el sueño? ¿O que vivimos la realidad según lo que nos impone? —preguntó, mientras las preguntas se enroscaban en su mente como un pajarito que quiere volar.
Numan levantó la vista hacia ella y sonrió con una sonrisa oscura, como si contemplara un mundo más amplio que esta cocina que los unía ahora:
—A veces creo que vivimos más el sueño que la realidad. Porque el sueño nos abre el horizonte de posibilidades… mientras que la realidad nos limita a lo que es definido.
Muna echó un vistazo a su taza y asintió con la cabeza, como reconociendo en secreto una verdad. Le preguntaba algo más allá del sueño, algo que le pertenecía a ella, pero no quería decirlo en voz alta.
—A veces siento que el sueño es lo que me da el sentido que busco. No solo en la literatura, sino en la vida misma —dijo en voz baja, como temiendo vaciar lo más profundo de su corazón.
Sus miradas se encontraban, y los pensamientos fluían entre ellos como letras invisibles que se formaban en el aire. Cada uno sentía la nueva luz que comenzaba a filtrarse en su corazón, como si algo nuevo empezara a crecer dentro de ellos. Algo que se parecía a un sueño, o quizá más que un sueño, oscilando entre la vigilia y la fantasía.
—¿Y si el sueño es lo que más necesitamos? —dijo Muna, mirando luego el cielo azul que empezaba a expandirse afuera.
—Tal vez… pero la verdad está en vivir entre ambos, entre el sueño y la vigilia —respondió Numan con calma, como si también se dirigiera esas palabras a sí mismo.
En ese momento, todo a su alrededor parecía inmóvil, silencioso, pero los pensamientos y sentimientos danzaban entre ellos como si no estuvieran completos aún. No había conversación sobre el futuro ni sobre el destino; solo ese vínculo sutil entre sus almas, que hacía que el instante se sintiera eterno.
El sol enviaba un nuevo resplandor en el cielo, llenando el lugar de una sensación de espera, como si esa mañana fuera el inicio de algo, de algo que no se puede describir con palabras. Pero ambos corazones sabían, en lo profundo, que algo había cambiado entre ellos, y que eso era solo el comienzo.
La luz que empezaba a colarse por la ventana de la cocina bailaba suavemente sobre sus rostros, como coqueteando entre las sombras de sus pensamientos y sueños entrelazados. Todo a su alrededor respiraba calma, pero en sus corazones había un ruido oculto, un anhelo por algo desconocido, un sentimiento que los atraía uno hacia el otro, como si caminaran juntos por el mismo camino, aunque aún no supieran adónde los llevaría.
—Numan, ¿crees que podemos… vivir el sueño como queremos? —dijo Muna en voz baja, acercándose un poco a la mesa de la cocina, contemplando los bordes blancos de su taza como si buscara una respuesta en el silencio del tiempo y del espacio.
Numan dejó su taza de café por un momento, lo miró con ojos llenos de preguntas y luego dijo lentamente, como si sopesara sus palabras:
—Creo que vivimos el sueño en muchos momentos, Muna. Pero a veces lo perdemos cuando dejamos de perseguirlo.
Muna lo observó, siguiendo esa mirada que contenía en sus pliegues parte de un sueño lejano, y luego sonrió suavemente:
—Tienes razón. A veces intentamos vivir el sueño como si fuera algo externo, algo que debemos alcanzar… mientras que en realidad está dentro de nosotros, yace en nuestros corazones.
Numan guardó silencio por un instante, y luego comprendió que ella no le preguntaba solo sobre el sueño como lo conciben las mentes, sino sobre la verdad que se fusiona con ese sueño. La verdad que tal vez no es visible en el mundo exterior, sino que está dibujada en las paredes del alma.
—Sí… —dijo—. Tal vez buscamos ese momento en que los sueños se encuentran con la realidad. En ese instante, todo se vuelve posible. Todo.
Muna observaba sus palabras caer suavemente de sus labios, como si iluminaran un camino que aún no habían recorrido. Luego respondió con una voz delicada, sumergida en la profundidad de los sentimientos que habitaban en su corazón:
—No estoy segura de si el momento verdadero que buscamos existe en la realidad, o si es solo un sueño continuo dentro de nosotros.
Numan respiró hondo, luego miró a sus ojos y vio algo que trascendía las palabras. Sabía que esos momentos que pasaba con ella no eran meras palabras dichas, sino instantes de profunda transformación en su mundo interior.
—¿Podemos estar juntos en este sueño, Muna? —preguntó con voz baja, como si hablara primero consigo mismo antes de hacerlo con ella.
Muna sintió algo extraño filtrarse en su corazón, esa sensación que el tiempo había escondido entre los pliegues de sus momentos compartidos. Se preguntó en silencio: “¿Incluía realmente este sueño que vive Numan mi presencia? ¿Formaba yo parte de este sueño?”
Pero antes de encontrar una respuesta, y antes de que las palabras pudieran surgir, sonrió, levantó la cabeza hacia el cielo que empezaba a florecer con los colores del amanecer y dijo:
—Sí, tal vez vivimos el sueño juntos, pero también necesitamos buscarlo juntos.
Esa declaración fue un anuncio tácito de un nuevo comienzo, un inicio de una experiencia que podría cambiarlo todo entre ellos. Y aquel instante fue apenas el primero de muchos momentos que los unirían, momentos llenos de preguntas, sueños y sentimientos que las palabras no alcanzan a expresar.
En ese preciso momento, la vida había decidido escribir un nuevo capítulo en la historia de Muna y Numan, un capítulo que podría unir el sueño y la vigilia, las palabras y la esperanza, y los espíritus que se encuentran en un abrazo de comprensión profunda.
En una mañana tranquila, los primeros rayos de sol se extendían por los pasillos de la facultad. Muna y Numan se dirigían a la clase de literatura andalusí, cada uno intentando situarse en un horizonte nuevo, donde el legado se encontraba con el presente, y la visión del mundo se completaba a través de la poesía andalusí, que para ellos era un espejo que reflejaba los rincones del alma.
Al finalizar la clase, Numan y Muna eligieron sentarse en un rincón tranquilo del pequeño café de la facultad, donde el ambiente estaba impregnado de calma y contemplación. Les sirvieron tazas de café humeante, pero sus ojos estaban lejos de los vasos y las charlas cotidianas; cada uno llevaba en su pecho un anhelo insistente por hablar sobre ese gran legado que acababan de escuchar, en la clase de literatura andalusí.
El aire estaba cargado con el aroma de los libros que iluminaban la mente, y el silencio que envolvía el lugar no carecía de la solemnidad de esos momentos vividos en una clase que era como un paseo intelectual entre pasado y presente.
Muna, que siempre se inclinaba a contemplar los significados profundos en la poesía, miró su taza y dijo con voz tranquila pero cargada de melancolía:
—¿Puedes creerlo, Numan? La poesía andalusí no era solo un adorno lingüístico o un juego de palabras; era un grito desde lo más profundo de la tierra, la poesía que nos cuenta la historia de una civilización perdida en el tiempo, pero lo que esas estrofas depositaron en el alma aún vive en nosotros, y nos anuncia una sabiduría que trasciende las épocas.
Numan sonrió ligeramente y respondió:
—Tienes razón. Pero la poesía andalusí, además de ser un espejo de la civilización, también reflejaba la condición de la gente. Expresaba sus corazones cargados de nostalgia, su anhelo por un tiempo pasado, y esas emociones eran el núcleo de lo que los poetas plasmaban en sus versos.
Luego tomó un profundo respiro, como si sintiera el peso de las palabras antes de pronunciarlas, y recitó a Muna algunos versos del poeta andalusí Ibn Zaydun, con un dejo de nostalgia en su voz:
“Aḍḥā al-tanā’ī badīlan min tadānīnā
wa nāba ‘an ṭīb liqā’ihi tajāfīnā
wa mā kuntu illā kalladhī lam yazal fī amal
wa fī al-qalb min ba‘d al-firq yuḥyīnā”
Muna cerró ligeramente los ojos mientras percibía la profundidad de los versos, como si representaran un estado similar en su corazón, tal como en el corazón de Numan. Sintió la amargura de la nostalgia que resonaba en las palabras. Esa sensación flotaba en el aire, rodeada de recuerdos no pronunciados. Era como si las palabras hubieran hecho que el café fuera más amargo, aunque aún permaneciera en su taza, pero la esencia de la añoranza que impregnaba el momento era más rica que cualquier sabor.
Luego Muna respondió, buscando comprender más a fondo aquellos versos:
—En ellos se encarna la esperanza y el dolor juntos, y en ese equilibrio reside la fuerza de las palabras. El poeta contempla la separación, pero permanece aferrado a la esperanza, y bajo este techo de nostalgia, la luz no se apaga, y el tiempo no borra su huella.
Continuó recordando lo que había leído en otra ocasión, compartiendo con él algunas ideas de los poetas andalusíes:
—Pero veo que la poesía andalusí no es solo expresión de tristeza; también son espacios de optimismo. Los poetas buscaban la belleza en la naturaleza y en los momentos cotidianos que pasan fugaces. Como en la poesía de Ibn Khafaja, que describía Andalucía con un esplendor único, cuando dijo:
“La‘amruka ma al-nā‘isāt al-lawāt
illā fī rūḥī sabaqūki allāhummu ‘uzzanātī”
Numan sonrió ligeramente, escuchando con todos sus sentidos, y luego guardó silencio por un momento antes de añadir:
—Sí, esta poesía está impregnada del espíritu de Andalucía, un espíritu que sonreía pese al dolor, lloraba y aun así no olvidaba la belleza. Y esto me recuerda a las palabras de Ibn Zaydun, cuando describía su amor por Wallada bint al-Mustakfi, percibiéndose en ellas ese deseo profundo de esperanza a pesar de la separación.
Luego recitó con voz melódica algunos versos famosos de su poema:
“¡Oh tú, cuyo corazón está cautivo por tus ojos!
Mi corazón es su rescate, aunque se aparte, se inclina.
¡Oh cuántos amantes anhelan en tus labios,
Esperando la unión, y se extravían en sus esperanzas!”
Muna, siguiendo sus palabras con ojos brillantes, añadió:
—En cuanto a la prosa, he leído Tawq al-Hamāmah (El collar de la paloma) de Ibn Hazm, ese libro que es considerado un referente en la comprensión del amor y las relaciones humanas.
Numan respondió con curiosidad:
—Y tú, ¿cómo percibes este libro?
Muna sonrió y dijo:
—Es uno de los más refinados textos sobre el amor árabe; no solo habla del amor platónico, sino que aborda cada aspecto de las relaciones humanas, diferenciando entre el amor puro y la pasión, y narra historias reales de Andalucía, lo que lo hace más cercano a la realidad que cualquier concepción poética.
Numan continuó, asombrado:
—Recuerdo que este libro es considerado un referente mundial en literatura sobre el amor, y de alguna manera se asemeja al Arte de Amar de Ovidio, en su tratamiento de los dolores y esperanzas de los amantes.
Esos momentos entre Numan y Muna eran inolvidables, instantes donde lo andalusí antiguo se entrelazaba con el presente, y sus almas se encontraban en una imagen literaria que trascendía las palabras, como el río que desborda sus orillas hacia un mar más amplio.
Capítulo veintisiete – Espejos del amor entre ayer y hoy 27
En una tarde grisácea y ligera, donde el rocío del otoño acariciaba los ventanales de la biblioteca de la universidad, se encontraban sentados frente a una mesa de madera con vista a la plaza del campus, rodeados de libros y hojas que el viento había esparcido y que las manos inquietas habían vuelto a organizar.
Numan, hojeando un tomo de la poesía de Nizar Qabbani, con un brillo infantil de curiosidad reflejado en sus ojos, dijo:
—Cuánto ha cambiado el amor, Muna… desde Ibn Zaydun hasta Nizar. Es como si el poema mismo hubiera transformado su rostro y se hubiera vestido de otro modo.
Muna sonrió, inclinándose hacia él con entusiasmo, y respondió:
—Pero el alma, Numan… el alma permanece. Es la misma, un anhelo humano profundo; solo que el lenguaje ha cambiado y el ritmo se ha liberado.
Habían sido encargados de un trabajo sobre “Comparación del amor entre la poesía clásica y la poesía renovadora”, y allí estaban, sumergidos en referencias que atravesaban los pliegues del tiempo.
Muna leyó de un papel escrito con su pluma azul:
—La poesía clásica se sostiene en los metros de Al-Khalil y rimas regulares, y en el amor se inclina hacia los símbolos naturales: la luna, las flores, la brisa… un amor platónico, puro, que solo se revela en la castidad del sentimiento.
Luego citó con voz profunda a Ibn Zaydun, evocando la sombra de Zahra:
“Te recordé con nostalgia, oh Zahra,
y el horizonte es claro, y la faz de la tierra ha encantado.”
Numan susurró:
—Es como si pintara una escena con el color de la nostalgia… el horizonte y la tierra… ambos semejan el corazón del amante cuando arde en recuerdo.
Muna asintió y añadió con un tono analítico:
—Observa el ritmo, cómo late como un pulso regular, y el lenguaje, cuán noble y puro… pero mantiene los sentimientos tras un velo transparente.
Pasó a otra hoja y dijo:
—En cuanto a Nizar… es un poeta que salió de la jaula del ritmo y la rima, y dejó que el poema caminara descalzo por las callejuelas de la ciudad, llevando el aroma del café y los suspiros de los amantes.
Numan rió suavemente:
—Más aún, lo hizo escribir en las paredes y declarar la revolución desde los balcones del corazón.
Muna leyó de La lectora de la taza:
“Lo buscarás, hijo mío, en todos los lugares,
preguntarás por él al oleaje del mar,
y preguntarás a las playas de turquesa.”
Dijo, con la mirada perdida en la distancia:
—Ni mar ni playa… solo el amor se ha vuelto inquietud que vaga entre las preguntas.
Numan tomó el bolígrafo y escribió en el margen:
—El amor de Nizar no se oculta tras las imágenes, sino que se quita la máscara y habla con la voz del corazón desnudo.
Señaló con el dedo la diferencia entre los dos lenguajes:
—Mientras el clásico canta: “Oh, morada de Abla en la sequía, habla”, Nizar dice: “Te amo… y lo demás vendrá.”
Muna rió y comentó:
—La diferencia no está solo en el lenguaje, sino en la audacia… Nizar no se conforma con el deseo, exige la unión, desafía, se confiesa.
Numan añadió, hojeando su cuaderno de notas:
—Mira esta tabla… la poesía clásica santifica la fidelidad y el recuerdo, y representa el amor como un estado celestial; en cambio, la poesía de Nizar santifica el cuerpo, la libertad y lucha contra las ataduras.
Luego señaló con el dedo el título del último capítulo:
—El amor como cuestión existencial.
Permanecieron en silencio por un momento… en el horizonte había algo de meditación personal.
Muna habló, sorprendida por su propia voz interior:
—Quizá porque el amor ya no es un lujo poético… sino una pregunta que intentamos responder cada día.
Numan susurró:
—Y lo escribimos, en nuestro silencio, en nuestro miedo, esperando lo que no sabemos si vendrá.
Muna continuó, sacando de su bolso un pequeño libro titulado Tawq al-Hamama (El collar de la paloma):
—No olvido lo que dijo Ibn Hazm: El amor es la unión de las almas que se parecen en sus cualidades. A veces creo que buscamos en la poesía nuestra propia esencia, no al amante.
Numan la miró largamente, y luego dijo, como si desentrañara un poema en su pecho:
—Y a veces escribimos esta investigación… para huir de escribir nuestros sentimientos al margen.
El sol empezaba a inclinarse, y la biblioteca se llenaba de una luz dorada y soñadora, mientras los dos permanecían en las “puertas del sueño”, jugando con la poesía como los amantes juegan con la confesión.
La luz de la mañana fluía con suavidad entre los altos árboles, mientras la brisa ligera traía consigo el aroma de la tierra húmeda. En el balcón trasero, donde las rosas se dispersaban y las plantas florecían, Numan y Muna se sentaron juntos, cada uno con su taza de café en las manos, y sus ojos contemplaban el horizonte lejano.
Muna, con una sonrisa ligera:
—Buenos días. ¿Cómo dormiste anoche? ¿Pensabas en algo en particular antes de dormir?
Numan, levantando su taza e inhalando el aroma del café como si desprendiera un perfume nuevo:
—Buenos días. Dormí tranquilo, a pesar de todos los pensamientos que daban vueltas en mi cabeza. Pero sentí que necesitaba ese silencio que llega después de una larga conversación. ¿Y tú?
Muna, colocando su taza sobre la mesa mientras miraba las flores frente a ella:
—Estaba pensando en nuestra conversación de anoche. Esos nombres que mencionamos… Fiódor, Tolstói, Chéjov… parece que el pensamiento ruso tiene un sabor particular. Me pregunto, ¿necesitamos a pensadores así en estos tiempos?
Numan, contemplando el horizonte, con la voz llena de reflexión:
—Creo que los necesitamos más que nunca. Puede que no tengamos a quienes hablen con tanta profundidad sobre el alma humana como ellos lo hicieron, pero necesitamos esas grandes preguntas que plantearon. Preguntas sobre el bien y el mal, sobre la vida, sobre el sufrimiento… en nuestro tiempo, parece que todos huyen de las preguntas profundas.
Muna:
—¿Crees que el mundo hoy no acepta esas preguntas? ¿Que la gente se ha vuelto más ocupada con lo superficial?
Numan, con una sonrisa medida, como si intentara descifrar la realidad:
—Tal vez… pero creo que las respuestas vienen desde dentro. Creo que intentamos huir de ellas, pero allí están, esos escritores rusos, enfrentándolas sin piedad. Gritaban frente a la vida, preguntaban: ¿qué significa vivir? ¿Buscaba Tolstói el sentido de la vida al dejarlo todo atrás? ¿Se preguntaba Dostoyevski por nuestro sufrimiento diario?
Muna, después de dar un sorbo a su café:
—Creo que buscaban encontrarse a sí mismos a través de lo que escribían. Pero… ¿necesitamos torturarnos para hallar una respuesta?
Numan, sonriendo ligeramente mientras contemplaba el café en su taza antes de responder:
—Quizá no sea necesario vivir el sufrimiento como ellos lo hicieron. Pero… tal vez necesitamos momentos de silencio profundo, como este que vivimos ahora, para poder enfrentar las preguntas difíciles. A veces, la respuesta está en la misma pregunta.
Muna, colocando sus manos sobre la mesa, mirando a Numan:
—Entonces, ¿ves la literatura como la clave para comprender?
Numan:
—Por supuesto. La literatura y la reflexión sobre la vida son ese espacio donde podemos ver el mundo a través de los ojos de otros. Es una invitación a vivir más, a pensar más y, a veces, a sentir más.
Muna, tras un momento de silencio, cerró los ojos como si estuviera percibiendo una palabra que Numan acababa de pronunciar:
—Quizá esto es lo que nos faltaba… vivir más. Capturar los momentos hermosos lejos del ruido.
Numan, sonriendo mientras la miraba en un silencio que reflejaba la profundidad de sus palabras:
—Creo que tienes razón. La vida no es solo una cadena de días llenos de acontecimientos, sino la acumulación de momentos que elegimos vivir con todos sus detalles.
En ese instante, las palabras se congelaron entre ellos, como las gotas de rocío sobre las hojas frente a ellos. El café estaba casi al final, pero la conversación parecía que continuaría hasta el infinito, pues cada uno buscaba vislumbrar un camino hacia la respuesta en medio de esos diálogos tranquilos, como si cada pensamiento abriera una puerta nueva hacia un mundo más profundo.
Muna, con una sonrisa serena:
—Bebamos nuestro café hasta la última gota. Cada día trae consigo una nueva pregunta.
Numan:
—Por supuesto, y cada pregunta es el inicio de un nuevo sueño.
Y mientras el sol comenzaba a ascender más en el cielo, la luz inundaba los espacios, marcando el inicio de un nuevo día lleno de sueños y cuestionamientos.

A las puertas del sueño-07

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